Brasil, 29 Junio 2024.- «Si las leyes no cuidan, nosotros cuidamos. Eso es lo que va a cambiar a Brasil» en materia medioambiental, afirma Alcides Peixinho Nascimento, un agricultor empeñado en salvar la tierra donde nació en el noreste de Brasil ante la amenaza de desertificación.
En su afán, este hombre de 70 años apuesta por prácticas agroecológicas para recuperar la vegetación autóctona y a la vez producir alimentos para su sustento.
La semiárida Caatinga, un bioma único, perdió más de 40% del total de sus tierras, superficie que hoy se utiliza para agricultura intensiva, minería o generación de energía eólica, según la red MapBiomas.
Y sequías cada vez más severas, vinculadas según expertos al cambio climático y a la expansión del agronegocio, aumentan la presión sobre esta región, la más pobre del país.
En el norte de Bahía, uno de los diez estados que albergan la Caatinga, se identificó recientemente la primera zona árida de Brasil.
A diferencia de la frondosa Amazonía, cuya preservación preocupa al mundo entero, el declive de este bioma no suscita ninguna atención, pese a que también ayuda a capturar emisiones de dióxido de carbono.
«Mantener la Caatinga en pie es mantener la vida aquí», resume Alcides, de rostro curtido por el sol y machete en el cinturón, mientras recorre su terreno en la Serra da Canabrava, en el municipio bahiano de Uauá.
Hace cuarenta años, dice, era imposible imaginar tal degradación. Ahora, el impacto del calentamiento se percibe «con mucha facilidad».
Para 2060, nueve de cada 10 especies de flora y fauna de la Caatinga podrían desaparecer, alertó un estudio reciente publicado en la revista científica Global Change Biology.
– Guardianes –
Para recuperar el bioma o «recaatingar», Alcides planta mandacaru, un cactus que puede medir hasta seis metros y cuya fruta sirve de alimento para animales y humanos.
Además, sus espinas espantan a los depredadores, por lo que es ideal para cercar terrenos con cultivos de otras especies nativas y alimentos como el «feijao» (frijol), base de la alimentación de los brasileños junto con el arroz.
El excedente de la producción de mandacaru lo vende como insumo a una firma francesa para cosméticos.
Esto le asegura autonomía alimentaria y a la vez da al suelo una vegetación que lo protege del clima extremo.
La Caatinga se ha preservado donde hay comunidades tradicionales» que usan estas prácticas, sostiene Luis Almeida Santos, del Instituto Regional de Pequeña (producción) Agropecuaria Apropiada (IRPAA), una ONG que promueve este modo de convivencia con el entorno.
«Ellas son, de hecho, las guardianas de la Caatinga», agrega en un área en recuperación en la comunidad rural de Baixinha, cerca de Uauá.
– Hasta la última gota –
El IRPAA enseña también a las comunidades a dosificar el uso del agua para que dure incluso durante los periodos más críticos de sequía.
Según proyecciones oficiales, 38 millones de los 215 millones de brasileños podrían sufrir los efectos de la desertificación, que amenaza 140 millones de hectáreas, una superficie mayor que Perú.
En su terreno en Malhada da Areia, un suburbio rural de la ciudad de Juazeiro, Maria Gonçalves dos Santos, de 60 años, muestra el recorrido que hace el agua de lluvia desde que es recogida en una placa de concreto hasta que llega al tanque, unos metros más allá.
«Aquí toda el agua se reaprovecha», dice, y pone como ejemplo el uso de agua filtrada para riego de pasturas destinadas a los animales.
Para conseguir que el agua dure, Gonçalves cuenta con una lata, una regla escolar y un cuaderno: es una especie de pluviómetro casero con el que consigue calcular el contenido restante en su tanque de 16.000 litros instalado por el gobierno.
Casi un millón de cisternas como esta fueron instaladas desde 2003. Tras una reducción drástica bajo el mandato del ultraderechista Jair Bolsonaro (2019-2022), la iniciativa fue reactivada por el gobierno del izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva.
– «Volver para contribuir» –
Además de asesorar directamente a las familias, el IRPAA tiene un centro de formación en Tourão, cerca de la ciudad de Juazeiro, donde hasta ahora formó a unos 200 jóvenes en estas prácticas para que las transmitan a sus comunidades.
Como Anderson Santos de Jesús, de 20 años, que vino a estudiar desde la comunidad quilombola (de descendiente de esclavos) de Curral da Pedra, a 200 km.
«En nuestra región no tenemos muchas oportunidades y tenemos que movernos para buscar conocimiento, así que estoy muy feliz de saber que un día voy a volver para contribuir», asegura.